El diablo está en los detalles

Transcribo mi columna publicada en el diario El Comercio el 23 de marzo del 2016 sobre la renegociación de los contratos estatales. El artículo en el diario puede verse aquí.

Transcipción:

El diablo está en los detalles

Recientemente se han publicado en este Diario algunas críticas a la planificación por parte del Estado. En ellas se cuestiona que esté direccionado de manera burocrática el emprendimiento empresarial a través del Plan Nacional de Diversificación Productiva, privilegiando algunos sectores productivos sobre otros de manera arbitraria. El enfoque de estos esfuerzos debería estar, más bien, en reducir las barreras burocráticas que se cuentan por cientos de miles, si no millones, en nuestro país.

En estas mismas páginas he leído la defensa estatal. Las críticas son infundadas porque parten de lo que se cree y no lo que realmente se hace. El Estado no ha elegido arbitrariamente unos sectores, lo ha hecho en coordinación con el sector privado. Se está buscando reducir las barreras, identificando a qué nivel se encuentra la traba. Para eso, se debe obtener la mayor cantidad de información del sector privado. Es un trabajo de cirugía fina, en que la diferencia está en los detalles.

En los detalles también está el diablo, reza un antiguo refrán anglosajón. Este sueño del progreso microorientado parte de la errónea creencia de que el Estado sabe mejor que los privados qué es productivo y qué no. Que se puede planificar desde una mesa de expertos qué sectores son productivos y deben impulsarse.

No obstante, está demostrado que tal cosa es imposible. El conocimiento está disperso en la sociedad. Es imposible que un solo grupo de personas pueda identificar todos los problemas sector por sector, nivel por nivel. Es utópico pensar, además, que desde esa misma mesa se resolverán tales problemas. Es como tratar de detener una catarata con una taza para té. No tiene sentido emprender una tarea tan quijotesca, menos aun con recursos públicos.

Para empezar, a través de este tipo de medidas, se quiera o no, se privilegian unos sectores sobre otros. El Estado debe determinar, sea que lo haga de “manera coordinada” con el sector privado o a dedo, qué sector atender primero y cuál último. Esto incentiva el lobby, no la producción.

Además, en estas mesas se recogen las preocupaciones (e intereses) de quienes ya están en un sector, pero no de los potenciales ingresantes, que son importantes para que la industria sea competitiva.

El Estado debería enfocarse en los grandes problemas, no perderse en los detalles de los esfuerzos planificadores. La obsesión microscópica de la regulación perfecta es, muchas veces, la mayor traba de todas.

¿Es razonable que cada municipalidad tenga un TUPA diferente? ¿No será que la inflexible regulación laboral es lo que genera la informalidad? ¿Cómo simplificamos el sistema de impuestos? ¿Cómo logramos que una empresa se constituya en línea y en un día?

Es en solucionar estos, y otros miles de grandes problemas, a lo que el Estado debe dirigir sus esfuerzos. En vez de abrirle los ojos a un sector u otro respecto de cuáles son las supuestas “verdaderas barreras” que enfrenta o perderse en los millones de recovecos burocráticos que afectan a tal o cual sector. Eso haría mucho más por la productividad del país que cualquier mesa sectorial o multisectorial.

No caigamos en la tentación de la planificación centralizada disfrazada de ‘micromanagement’ tecnocrático. En esos detalles que hacen la diferencia está el diablo.»

Las opiniones vertidas en este blog son estrictamente personales y en nada comprometen a las entidades a las cuales el autor se encuentra vinculado.

Le haré una oferta que no pueda rechazar

Transcribo mi columna publicada en el diario El Comercio el 4 de febrero del 2016 sobre la renegociación de los contratos estatales. El artículo en el diario puede verse aquí.

Transcipción:

«En una de las escenas más emblemáticas de la película “El Padrino”, Johnny Fontane, ahijado de don Vito Corleone, llora ante el capo debido a que no ha podido obtener un rol estelar en una película que, está seguro, lo lanzará al estrellato. El Padrino lo abofetea: los hombres no lloran. Le dice que no se preocupe, que le darán el papel. Johnny responde que eso es imposible. El productor de la película, Jack Woltz, lo odia por haber dormido con una de sus protegidas. No hay posibilidad de que Woltz acepte darle el rol, no hay manera de convencerlo. El Padrino le responde: “Le haré una oferta que no podrá rechazar”.

Quienes hemos visto la película sabemos que el productor no rechazó la oferta.

Recuerdo esa escena cuando escucho ofrecimientos basados en la renegociación de los contratos estatales a fin de mejorar sus beneficios económicos. Más aun cuando tales propuestas se hacen asumiendo que la renegociación fuese de por sí sola un nuevo acuerdo más favorable para el Estado.

Los contratos solo pueden ser modificados por un nuevo acuerdo entre las partes. Así sucede ya se trate de contratos entre privados o entre privados y el Estado. Es el Estado, y no el gobierno, el que suscribe en este último caso.

Ninguna ley o acto administrativo posterior a la celebración de un contrato puede afectarlo conforme a lo consagrado en el artículo 62 de nuestra Constitución Política, según el cual los “términos contractuales no pueden ser modificados por leyes u otras disposiciones de cualquier clase”.

Esta “santidad” de los contratos, por su parte, ha traído consigo la seguridad jurídica que se requiere para que los inversionistas estén dispuestos a apostar por el país en el largo plazo. La decisión de invertir se toma sobre la base de ciertos términos ofrecidos en un momento dado. No es posible lograr la institucionalidad si los términos, luego de acordados, son modificados unilateralmente o mediante renegociaciones forzadas por los siguientes gobiernos de turno.

En buena cuenta, entonces, el Estado está –al igual que el resto de nosotros– obligado a cumplir con sus acuerdos. No tiene la posibilidad de modificarlos unilateralmente, incumplirlos cuando no le parezcan favorables o de forzar renegociaciones. Si lo hace, no solo recibirá una sanción, sino que además asociará al país la imagen del incumplimiento.

Algunos, no obstante, sostienen que en el caso del Estado la contratación no es paritaria, como en el caso de los particulares. El Estado responde al interés público y, por ende, podría modificar unilateralmente a su favor los pactos contractuales. La experiencia internacional nos enseña que los países que optan por esa vía suelen ser víctimas del ostracismo internacional.

Esto no quiere decir que el Estado no pueda renegociar los contratos. Todos los contratos son renegociables. Incluso algunos estipulan dentro de sí los supuestos en los cuales deben ser renegociados. Lo único que hace falta es que la otra parte, libre y voluntariamente, esté dispuesta a modificar los términos de la relación contractual.

Naturalmente, para que eso se dé, ambas partes deben sentir que el nuevo acuerdo es razonable para ellas. Cualquier propuesta de renegociación debe partir de esa base. ¿Acaso usted cambiaría los términos de un acuerdo para que le sea más desfavorable?

El problema es que, cuando del Estado se trata, aquello que el contratante puede sentir que gana es la tranquilidad de no ser hostigado por las diversas entidades reguladoras o fiscales, peor aún, en el caso de algunos países, la de no ser expropiado.

Cuando la renegociación se da sobre esa percepción, entonces los estados pueden tener un mejor resultado hoy, a costa del bienestar del mañana. Los demás potenciales inversionistas verán que los contratos son renegociados, que la palabra empeñada es gaseosa, y decidirán no hacer más negocios ahí.

En realidad, el poder de negociación de un Estado deriva, entre otras cosas, de cuán serio lo consideren los demás. Eso, a su vez, depende de si cumple sus pactos o de si, cuando el resultado cambia y ya no le es favorable, trata de alterar las condiciones.

Debemos ser cautos si queremos atraer la inversión privada que se requiere para que el país se siga desarrollando. Nadie en su sano juicio quiere hacer negocios con el Padrino.»

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No todo tiempo pasado fue mejor

Transcribo mi columna publicada en el diario El Comercio el 17 de diciembre del 2015 sobre la diferencias entre los regímenes económicos de la constituciones peruanas de 1979 y 1993. El artículo en el diario puede verse aquí, fue también publicado en el portal en español del CATO Institute, puede verse aquí. La ilustración es tomada del diario El Comercio, fue publicada junto con el artículo. 

Captura de pantalla 2016-01-01 a las 12.57.06 p.m.Transcripción:

«No todo tiempo pasado fue mejor

Cada cierto tiempo se oyen en nuestro país las voces de los enemigos del progreso invocando el regreso a las fórmulas que nos sometieron al atraso y la miseria. Reclaman el regreso de laConstitución de 1979 (C-79). Exigen su restitución. Pretenden, manifiesta o veladamente, modificar la actual, especialmente en lo referido al ámbito de intervención del Estado en la economía. Para ellos, al parecer, todo tiempo pasado fue mejor.

Las principales razones para abandonar la vigente Constitución de 1993 (C-93) son su origen dictatorial y la visión de cuál debe ser el rol del Estado en la economía.

Respecto del primer punto, en efecto, la C-93 no tuvo un origen democrático. Sin embargo, curiosamente, es la Constitución bajo la cual más gobiernos democráticos han gobernado. Durante su vigencia, hemos finalmente logrado vivir en democracia y prosperidad económica. Por otro lado, las reformas introducidas respecto de la reelección inmediata y el gesto simbólico de retirar la firma de quien convocó a la asamblea parecen suficientes para limpiarla de ese pecado original.

El segundo argumento que se invoca para el cambio constitucional es que la C-93 ha limitado la participación del Estado en la economía impidiendo que el progreso llegue a los más pobres.

La premisa es cierta. La C-93 limitó sustancialmente la participación del Estado en la economía. La conclusión es, sin embargo, errada. Limitar la participación del Estado es justamente lo que ha permitido que nuestro país progrese. Si bien la C-93 es perfectible en muchas cosas, el régimen económico contemplado en esta es abismalmente superior al contenido en su predecesora.

La C-79 establecía un sistema basado en la indefinible justicia social, la dignificación del trabajo como fuente de la riqueza, el incremento de la producción mediante el fomento de ciertos sectores, la promoción del pleno empleo, la racionalización del uso de los recursos y la distribución equitativa del ingreso por parte del Estado, entre otros despropósitos.

Para lograr estos fines, decretaba que el Estado debía formular la política económica y social mediante planes de desarrollo de obligatorio cumplimiento que regulaban la actividad económica. En buena cuenta, la C-79 contemplaba la planificación de la economía por parte del Estado.

La C-93 establece, por su parte, un régimen económico que reconoce la libre iniciativa privada, garantiza la propiedad privada, limita la participación del Estado a ciertas actividades y establece que en cualquier otra área su rol es subsidiario. Asimismo, promueve la inversión privada nacional y extranjera. Ha permitido leyes que facultan la responsabilidad fiscal e impiden el financiamiento del déficit vía emisión. Es decir, la C-93 contempla la economía de mercado, con ciertos matices sociales, como el sistema imperante en nuestro país.

Un estudio del Instituto Peruano de Economía (IPE) realizado en el 2011 nos permite comparar los resultados económicos obtenidos bajo la vigencia de ambas constituciones. Analizando los promedios anuales de crecimiento de algunos indicadores económicos entre los períodos de 1979 a 1992 y de 1993 al 2010 encontramos que la inflación durante la vigencia de la C-79 fue de 277%, mientras que durante la vigencia de la C-93 fue de 4,6%. La producción por habitante subió de -2,1% a 4,6%, la inversión privada de -0,1% a 8,3%, la inversión estatal de 1,5% a 7,2%. Es curioso, pero una Constitución que recoge el sistema de mercado como régimen económico permitió una inversión estatal mucho mayor que la planificadora C-79.

Por su parte, la producción industrial pasó de -0,8% a 5,1%, la agropecuaria de 0,3% a 5,2%, las exportaciones no tradicionales de 1,4% a 12,8%. Podemos seguir revisando indicadores y veremos en todos que los resultados obtenidos durante la vigencia de la C-93 superan largamente los obtenidos durante su antecesora.

Si a estas cifras les sumamos –como indica el estudio citado– que las reservas internacionales netas promediaron US$854 millones durante la vigencia de la C-79, mientras que US$14.895 millones bajo la C-93 y que las cifras utilizadas para el período 1979-1992 no incluyen las enormes pérdidas de la banca de fomento estatal, es evidente que volver a la C-79 es involucionar.

A la luz de las cifras, el regreso a la C-79 es inviable. Por eso, debemos ser especialmente cuidadosos con aquellas propuestas consistentes en que la creación de centros, ministerios, consejos, mesas o comités estatales que pretendan planificar desde el Estado las actividades económicas. Tales planteamientos no son otra cosa que un disfrazado retorno a la miseria.

Los peruanos sabemos bien que no todo tiempo pasado fue mejor.»

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Entrevista en PanAm Post sobre algunos dilemas morales del liberalismo

Transcribo las entrevista que me hizo Jorge Chuya de PanAm Post sobre algunos dilemas morales del capitalismo. La entrevista fue publicada en  el portal de PanAm Post el 14 de diciembre del 2015 y puede leerse aquí, la versión en inglés de la entrevista, aquí.

Transcripción:

«Dentro de la sociedad latinoamericana contemporánea se critica mucho a los liberales y se erigen mitos sobre el liberalismo, lo cual hace que muchas mentiras lleguen a oídos de la sociedad civil, que por distintas razones no tiene suficiente acceso a la academia para clarificarlos. Esta es una de las razones por la que el populismo ha tenido tanto éxito en los últimos años, aunque la buena noticia es que soplan los vientos de cambio desde el sur.+

Guillermo Cabieses, académico peruano adjunto del Cato Institute, profesor de la Universidad de Lima, la Pontificia Universidad Católica del Perú y la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas, concedió una entrevista a PanAm Post, en la cual realiza una profunda deconstrucción de algunos de estos mitos morales del liberalismo.

¿Hay justicia y moral dentro del liberalismo?

Sí, hay justicia y moral en el liberalismo. El liberalismo tiene un componente filosófico ético muy fuerte, que responde a la posibilidad de cada individuo de ser dueño de su destino, quien decide qué quiere hacer, qué quiere producir, con quién quiere estar, por quién quiere votar, y de ser responsable por las decisiones que toma.

Creo que es la ética liberal es la de la libertad con responsabilidad, y eso claramente tiene un fuerte contenido de justicia. Los liberales no consideramos justo que las personas que no han decidido por sí mismas sean responsables de las decisiones que otras personas han tomado por ellas. Eso es notable, porque a diferencia de las otras visiones en el mundo, en el liberalismo existe responsabilidad individual.

De hecho, los principales teóricos del liberalismo tienen un contenido deontológico muy fuerte. Un marcado contenido principista: se enfocan más en el hecho de que el liberalismo haya resultado en el sistema que más prosperidad ha generado en el mundo. Es tal vez la virtud principal del liberalismo, que puede ser defendido a la luz de los principios de libertad y responsabilidad que lo sostienen, así como sobre la base de los resultados que los sistemas que han aplicado sus principios han obtenido a lo largo de la historia.

El hecho de que tengamos índices, como el que ha publicado últimamente el Cato Institute, en donde se demuestra claramente que mientras más libre es una sociedad, más prospera es, es para los consecuencialistas suficiente para su defensa. Sin embargo, el liberalismo es más que eso: es ver a las personas como fines y no como medios. Entender que las personas deben ser libres para decidir por sí mismas, que nadie tiene el derecho de decidir por otro y de hacerlo responsable de las consecuencias de los actos que él no decidió.

La libertad, para los liberales deontológicos, es buena en sí misma. Es un principio con el que no se transa, e incluso, en el caso negado de que no nos llevase al mejor resultado social, debe defenderse. Más aún, si viviésemos en otro mundo en donde fuese eficiente la economía planificada (lo que sabemos es imposible), igual creeríamos que la libertad es lo correcto, que cada uno tiene que ser dueño de su destino y que no puede ser que una persona tenga esclavizado al resto, total o parcialmente.

Mucho se menciona acerca de que los liberales son egoístas y se les critica por esto, ¿Es malo ser egoísta?

No, no es malo ser egoísta. Los liberales no somos más egoístas que otras personas.Todos los somos en una u otra medida, en el sentido del interés propio. Seamos de izquierda, o de derecha, conservadores, socialistas o liberales. Cada uno de nosotros persigue sus propios intereses, sus propios fines, hace las cosas porque cree que son lo mejor para los que están cerca de él.

Decir que los liberales somos egoístas es una ridiculización de una teoría respecto a cómo se comportan las personas. La teoría económica según la cual las personas se comportan racionalmente y persiguen su interés propio. Ese interés propio puede ser darle satisfacción a mi abuela con un regalo, ayudar a los niños pobres de África o ganar la mayor cantidad de dinero posible. Los tres son intereses propios, los tres son derechos legítimos, lo que dice el liberalismo es que cada quien, persiguiendo su interés propio, como guiado por una mano invisible, como señaló Adam Smith, va a hacer que los demás estén mejor.

El hecho que haya alguien que quiera ganar dinero vendiendo pan, va a darle pan al resto, y no es porque quiera darle pan al resto; es porque quiere tener dinero para comprar otros bienes. De pronto también el carnicero, como en el ejemplo de Smith, que quiere vender la carne no para que la gente tenga con qué comer, si no para que él tenga dinero para poder comprar pan. En eso consiste la división del trabajo, y la división del trabajo no podría darse si la gente no tuviera intereses propios. Entonces los liberales no somos egoístas, todas las personas seguimos nuestro intereses propio, liberales y no liberales.

Más bien, la ventaja es que el liberalismo ha reconocido y ha sabido ver que ese interés propio que cada uno persigue en una sociedad, que espontáneamente evoluciona, permite que todos estemos mejor. Entonces, creo que la crítica es infundada y tendenciosa, porque le atribuye al término egoísmo una categoría que los liberales tratan de evitar. No es egoísta aquel a quién no le interesa nada más que él mismo; es egoísta en el sentido de que uno está persiguiendo su propia mejoría, su propio bienestar y el de su familia y de sus seres queridos, está persiguiendo sus propios intereses.

Ahora, para poner la crítica en perspectiva, también se podría decir que los socialistas son egoístas porque quieren usar el dinero de otros para lo que a ellos les hace sentir bien, entonces yo creo que más egoístas, en el sentido que se usa para la crítica, son los socialistas que los liberales.

En un lugar como América Latina, donde el socialismo predomina e impera un discurso sobre redistribución de la riqueza y las desigualdades económicas, cabe preguntar, ¿es justa la desigualdad?

La pregunta de si es justa o no deviene en inmaterial. Uno puede decir es que claramente es una situación que idealmente no que debería darse, pero se da. Como tampoco parece justo que haya enfermedades o terremotos, pero los hay. La pregunta es: ¿Qué se puede hacer para remediar la pobreza? Una alternativa, utópica, es pensar que se puede eliminar por completo mediante la intervención del Estado, como si este fuera una divinidad. Las personas que creen eso, tienen la pretensión de corregir la naturaleza humana y sus esfuerzos han fracasado a lo largo de la historia. Otra alternativa es que las personas que crean que esto es injusto, traten de remediarlo con su esfuerzo, siguiendo su interés propio de remediar tal cosa.

Entonces, si me preguntas es justo, te diría que no me parece justo, como tantas otras situaciones en el mundo, no me parecen justas, me parecen sencillamente lo que son, pero eso no eso justifica que restrinjan mi libertad para remediarlo.

¿Es cierto que los libertarios procuran favorecer a una minoría empresarial dominante y no a los individuos que viven en pobreza?

No, al contrario, es justamente lo contrario, los liberales buscan proteger la competencia, la competencia es la mayor amenaza a la clase empresarial dominante, la clase empresarial dominante deja de ser dominante el día que tiene competidores. Entonces hay lo que se llama crony capitalism en Estados Unidos, que aquí le llaman el capitalismo mercantilista, y que no es capitalismo en verdad, es mercantilismo, el cual es aquel que se enfoca en tratar que la gente que tiene una situación de poder, la mantenga, que es aquel que captura el poder político para su beneficio.

El liberalismo lo que en verdad fomenta es la competencia y premia el éxito y sanciona el fracaso.Eso es capitalismo de verdad, se protege al mercado, no a las empresas. Donde funciona el liberalismo, el poder económico encuentra su mayor amenaza en la competencia y ésta permite que los pobres vivan mejor porque genera puestos de trabajo, crea empresarios, permite conseguir más y mejores bienes a menores precios. Muchísimas más personas han salido de la pobreza gracias al sistema capitalista que al socialista, que más bien ha hecho millones de pobres.»

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Mezclando papas con camotes

Transcribo mi columna publicada en el diario El Comercio el 17 de septiembre del 2015 sobre los límites de las tierras agrícolas. El artículo en el diario puede verse aquí.

Mezclando papas con camotes

Se está discutiendo la necesidad de establecer límites a la extensión de tierras agrícolas que una misma persona o grupo económico pueda tener. Esta posición se basa en tres tipos de consideraciones.

Ideológicamente, estiman que la propiedad privada debe servir a la colectividad y no al propietario.

Creemos, no obstante, que si estuviésemos hablando de la propiedad de estas personas y no de la de otros, la aproximación sería distinta.

En lo jurídico sostienen que el Estado tiene la potestad de fijar los límites de la tierra agrícola. Sobre la base de una cuestionable interpretación de un artículo constitucional que señala que la “ley puede fijar los límites y la extensión de la tierra según las peculiaridades de cada zona”.

No obstante, la propia Constitución consagra en varios otros artículos la inviolabilidad del derecho de propiedad, así como el deber del Estado de garantizar la libre iniciativa privada, la libertad de contratar y la libertad de adquirir, transferir, explotar o poseer bienes (salvo en situaciones excepcionales). Una interpretación sistemática de esta carta debería guiarnos en la dirección contraria.

En lo económico, consideran que es eficiente restringir la cantidad de hectáreas de uso agrícola que una misma persona puede tener para asegurar la “seguridad alimentaria” del país, amenazada por los latifundios. La concentración de tierras pondría en riesgo la “seguridad alimenticia” de un país. Serían preferibles las pequeñas extensiones de tierra pertenecientes a distintas personas que compitan entre ellas.

Están mezclando papas con camotes. Que una misma persona tenga una gran cantidad de tierra agrícola no significa que tenga el poder de mercado para fijar el precio de los alimentos. Esta aproximación económica al tema yerra al tratar la tierra agrícola como el bien que la gente consume y no como el medio de producción de los alimentos, que son los bienes que son finalmente consumidos. La concentración en sí, en este caso, no es un problema, pues incluso quien concentra, lo hace para producir bienes distintos que compiten entre sí y con los demás alimentos que se transan en el mercado gracias al comercio internacional de alimentos.

No obstante, no es ese el único error que cometen quienes proponen esta violación a la libertad de las personas. Si lo que se quiere es proteger la “seguridad alimentaria” del país, tiene más sentido permitir que quienes pueden producir a menor costo mediante economías de escala lo hagan. Esto asegura que la población tenga acceso a alimentos a un menor precio. Los alimentos tienen muchos sustitutos entre sí, por lo que si el vendedor de zanahorias sube mucho su precio, la gente puede comprar tomates; si estos suben demasiado, la gente se desplazará hacia otros alimentos.

Por otro lado, si lo que se quiere es promover la pequeña y mediana agricultura, nada peor que esta fórmula condenatoria del éxito. Lo que esta norma genera es el incentivo para no ingresar a esta industria y darle a las tierras agrícolas un uso distinto. El empresario que quiere empezar un negocio no lo hará si su posibilidad de crecimiento está limitada y no la de los que ya participan en ese mercado. El pequeño agricultor estará peor si le impide vender su tierra pero aun así seguir trabajándola ya no como dueño sino como socio minoritario o empleado.

En conclusión, de ser aprobada esta norma, se obtendría un efecto inverso al deseado.

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¿Cómo evitar que dinero ilícito financie a los partidos políticos?

Cuelgo el vídeo de la entrevista que me hicieron en el programa Debate y Diálogo de TV Perú sobre cómo evitar que dinero ilícito financie a los partidos políticos, junto con el profesor Fernando Calle.

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En contra del financiamiento estatal de los partidos políticos

Cuelgo el vídeo de la entrevista que me hicieron en la sección del Portal Enfoque Derecho, yo sostengo la posición contraria. A favor está el profesor Fernando Tuesta, puede verse el vídeo de su entrevista aquí.

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La acumulación de penas y la imprescriptibilidad de los delitos

La entrevista que me hicieron el programa Debate y Dialogo de TV Perú junto con los abogados penalistas Roberto Pereyra y Luis Lamas Puccio sobre la acumulación de penas y la imprescriptibilidad de los delitos, a raíz de la propuesta de reforma del Código Penal.

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El Sueldo Mínimo

Comparto la columna que publiqué en el diario El Comercio el 27 de febrero del 2015 en la sección Debate sobre si es que se debe o no aumentar la remuneración mínima vital. Mi posición, como imaginarán, es que no debería si quisiera existir tal cosa como una remuneración mínima vital. A favor de aumentarlo, escribió Pedro Francke. El debate completo puede leerse aquí.

Transcribo el artículo:

El Sueldo Mínimo

Nunca nos cansaremos de pretender cambiar la realidad. Es difícil para los seres humanos aceptar que las cosas son de cierta manera y entender que, muchas veces, no tienen el poder de mejorarlas, pero sí de empeorarlas. El sueldo mínimo es un ejemplo emblemático. Bajo la consigna de proteger a los trabajadores menos capacitados, se termina perjudicándolos. La lucha idealista por un mundo en el que la gente tenga un trabajo “digno” y formal termina forzándolas a trabajar en la informalidad.

La economía detrás del sueldo mínimo es sencilla: el sueldo es un precio. Es el valor que el empresario le asigna a los servicios de una persona. Ese valor está basado en la productividad y no en lo que los demás consideremos sea justo o digno. Este precio, como cualquier otro, se rige por la oferta y la demanda. Así como fijar el precio máximo de un bien cualquiera genera una distorsión en el mercado al hacerlo escaso, el sueldo mínimo genera exceso de mano de obra. Hay más gente ofreciendo su trabajo que gente demandándolo a ese precio.

Imaginemos que una persona recién ingresa al mercado laboral. No tiene aún la experiencia que el mercado valora. Está dispuesta a trabajar por S/.500 al mes. Del otro lado, un empresario valora ese tipo de trabajo en exactamente eso, por lo que está dispuesto a pagarle ese monto. Ambos están mejor. El empresario cuenta con una persona que le prestará sus servicios, la persona obtiene un trabajo que, además del sueldo, le permitirá aprender un oficio y poder poco a poco desarrollar sus capacidades. La sociedad está mejor porque se está realizando una actividad productiva.

No obstante, la legislación impide que ese acuerdo sea legal. Considera que nadie debe ganar menos de S/.750. Esa regla, en nuestro ejemplo, hace que el empresario deba optar entre no contratar a la persona o hacer un arreglo por debajo de la mesa.
En cualquiera de los dos casos, todos estamos peor. En el primero, la persona no obtiene trabajo, permanece desempleada. El empresario no obtiene la ayuda que requiere y por la que estaba dispuesto a pagar. La sociedad se ve privada de una actividad productiva. En el segundo, se promueve la informalidad y estamos nuevamente ante un situación en que las empresas y los trabajadores, por los altos costos que impone la legalidad, operan al margen de la ley, sin pagar impuestos y haciendo que los derechos laborales tengan menos valor que un cenicero en una motocicleta.

Estas medidas afectan a quienes menos opciones tienen en el mercado laboral, a los más jóvenes, a los menos capacitados. Estas personas requieren ingresar a la fuerza laboral cuanto antes para poder adquirir capacidades que les permitan obtener mejores trabajos y salarios en el tiempo. El sueldo mínimo es una barrera para ellos.

Sin embargo, el sueldo mínimo no solo es una mala idea desde el punto de vista económico. Es, también, una medida moralmente cuestionable. ¿O es aceptable que un tercero impida que dos adultos libre y voluntariamente se pongan de acuerdo en los términos que elijan, si es que no afectan a los demás?

Es fácil estar a favor de sueldos más altos para la gente que menos tiene, pero ese deseo no se convierte en realidad mediante una ley. Más difícil es defender a los que no tienen voz… ni trabajo.

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